miércoles, 14 de marzo de 2012





Una cálida lágrima rodó por mi mejía mientras la cajera de Pizza Hut me entregaba dos pizzas personales supremas a cambio de veintiseis quetzales. La lágrima no se debió al hambre o a tristeza... fue una lágrima de esperanza en su máxima expresión. Por supuesto no fue por la pizza en sí que lloré como niño, sino por lo que representa (soy un cerote sensible ¿qué puedo hacer?).

Abrí la cajita y la ví allí bien hecha y calientita, no pude evitar preguntarle a la cajera "¿Es esto real seño? ¿No está hecha con carne de gatos radioactivos que desechan de una planta nuclear en Chechenia? ¿Me voy a comer está suculenta pizza a cambio de trece quetzales o es que, sin darme cuenta, alguien me inyectó con un medicamento experimental que nada más me induce en la mente la ilusión de que estoy comiendo? ¿Segura que no está hecha de lo que la mara deja en el plato, nadie vomitó sobre ella? ¿Le tengo que dar más dinero?", ella sonrío y me dijo "No, no tiene que darme más dinero".

Fue entonces que lloré pensando que la humanidad aún tiene cierto poder frente a un sistema que tiene por costumbre cogernos mientras nos dice al oído que nuestras caderas le recuerdan las de una tía. Esta pizza no es una pizza, es una porción de victoria humana sazonada con jalapeño, cebolla y carne molida, es la representación culinaria de que el ser humano aún puede sobreponerse a la frialdad déspota de las máquinas y las megacorporaciones. Es por eso que nadie habla de las pizzas de trece pesos, no quieren que nos enteremos, es un error que la maquinaria del sistema cometió e intenta ocultarnos pues sabe que es su falla, es por donde la humanidad puede vencerlos. Puta, qué difícil es comer al mismo tiempo que uno llora mucho.

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